mayo 24, 2018

LA SANGRE EN LA NIEVE

LA SANGRE EN LA NIEVE
Por Manuel Pereira


La literatura rusa llegó con retraso al escenario cultural europeo por diversas causas: las invasiones tártaras, que provocaron una dilatada decadencia, la ocupación turca, que hizo que los rusos perdieran contacto con la cultura bizantina, y la férrea censura de los zares quienes enviaban a los escritores a la remota Siberia.
Semejante aislamiento intelectual tuvo varios efectos negativos, entre otros, que la primera universidad rusa se fundara en Moscú en 1755 mientras que la de Oxford ya existía desde 1096, la de Salamanca desde 1218 y la Sorbona desde 1257.
Tanta incomunicación cultural empezó a evaporarse en 1703 cuando el zar Pedro I inició el traslado de la capitalidad desde Moscú hasta San Petersburgo. En su afán de “occidentalización”, el zar buscaba una salida al mar para modernizar el país. De resultas, esa bella ciudad se convirtió en la más abierta a la civilización europea (en particular, Francia). Esa urbe -que luego se llamó Petrogrado, más tarde Leningrado, y en 1991 otra vez San Petersburgo- también tuvo muchos apodos, entre otros: “La ventana a Europa”.
Alli vivió Dostoievski desde 1878 hasta su muerte en un departamento convertido en museo que atesora su escritorio, su sombrero de copa, los candelabros, el comedor y otras pertenencias que ilustran sus últimos años de vida.
Nuestro autor nació en Moscú, pero vivió la mayor parte de su vida en San Petersburgo. Sin embargo nunca fue un “occidentalista” puro y duro, pues compartía los ideales de los “eslavófilos”, quienes salvaguardaban una Rusia rural, folclórica, nacionalista, identificada con la religión ortodoxa, y evitaban la contaminación con las ideas occidentales.
Los admiradores de Dostoievski que acuden en masa a la majestuosa San Petersburgo con sus fachadas barrocas y neoclásicas, los que tienen la suerte de entrar en el dorado Teatro Mariinski (también conocido como “Kirov”), quienes pasean por la orilla del río Neva con sus mágicos puentes, o recorren el Palacio de Invierno (Museo del Hermitage desde 1917) o la avenida Nevski con sus cuatro kilómetros de largo; los lectores que han tenido la oportunidad de deslumbrarse ante la fortaleza de San Pedro y San Pablo, o ante la suntuosa catedral de San Isaac… pueden darse el lujo de comprender a fondo la novela Crimen y Castigo (1866).
El primer esplendor intelectual ruso tuvo mucho que ver con San Petersburgo y empezó con Aleksandr Pushkin (1799-1837). El autor de la genial novela en verso Eugenio Oneguin (1825) fundó la literatura de su país propiciando una explosión creativa que entró pisando fuerte y dando zancadas de gigante en el ya consolidado mapa de las letras europeas. Se trata del único caso en la cartografía cultural mundial donde primero se verificó un gran retraso y más tarde súbitamente un grandioso despegue literario.
Ese “boom” dio lugar a una pléyade de talentos (Gógol, Turguénev, Chéjov…). Dentro de esa constelación de celebridades, el más brillante es el que hoy presentamos: Fiódor Dostoievski, cuyas narraciones tienen el sello incuestionable de un gran clásico, por ejemplo: Recuerdos de la casa de los muertos (1861), Memorias del subsuelo (1864), El jugador, (1866), Los endemoniados (1870), El idiota (1868), Noches blancas (1848)… Si bien todas sus creaciones son impecables, ante las dos que hoy prologamos hay que quitarse el sombrero.
Dostoievski nunca dejó  de ser extraordinario a pesar de haber sucumbido a la ludopatía, pese a sufrir ataques epilépticos y haber estado cuatro años preso en Siberia por actividades revolucionarias. No en vano es considerado el máximo representante de la “novela de ideas” y ya en su estilo realista se advierten algunos rasgos de modernidad.
Crimen y castigo (1866) y Los hermanos Karamasov (1880) tienen en común una mancha de sangre que se expande a lo largo de estas páginas como una pena infamante. Son historias distintas, pero con un denominador común: el asesinato. Ambas obras se destacan por la profundidad psicológica de sus personajes y por la intrincada relación entre ellos.
Crimen y castigo es más corta y, al parecer, se lee más fácil, mientras que la lectura de Los Karamazov (que el autor consideraba su obra maestra) pudiera resultar más ardua, ya que tiene más personajes y páginas.
Durante décadas se ha debatido acerca de cuál de las dos es la mejor. Es un debate ocioso, o ejercicio académico, que no conduce a ninguna parte, pues tanto de una como de la otra emana el alma atormentada de este escritor fuera de serie.
En la primera, el estudiante Raskolnikov mata con un hacha a una vieja usurera y a su hermana mientras que en Los Karamazov tres hijos asesinan a su padre. Para Freud, ésta última era “la más magnífica novela jamás escrita” y Kafka decía que él era “un pariente de sangre” de Dostoievski.
Raskolnikov no es un delincuente vulgar, pues se compara nada menos que con Napoleón. En su delirante megalomanía se pregunta por qué una vieja prestamista tiene más dinero que él, un dinero que él necesita para continuar sus estudios y llegar a ser un genio de fama internacional. Raskolnikov es un estudiante brillante, sin embargo la vieja no tiene una gran misión que cumplir en este mundo, por tanto, la considera poco más que un insecto y, como tal, la mata para robarle y así culminar su ambiciosa meta de agregar una letra en el alfabeto universal de los inmortales. Obviamente su afán es fáustico y su sanguinaria manía de grandeza pronto se transformará en arrepentimiento a tal punto que sentirá el deseo de confesar su crimen al inspector que lo investiga como sospechoso.
El tema de Los Karamasov aparentemente es menos filosófico. Todos los hijos del padre asesinado comparten diversos grados de complicidad y -en una escala más metafísica- encontramos el drama espiritual de un conflicto moral, así como la relación del hombre con Dios. El telón de fondo es el libre albedrío y una especie de maldición que cae sobre la familia entre dudas y contradicciones.  
En ese parricidio, Dostoievski introduce un sutil ingrediente autobiográfico, pues su padre fue asesinado por un grupo de campesinos cuando él tenía 18 años. Este hecho lo marcó, ya que él sintió ese crimen como suyo por haberlo deseado inconscientemente. Hay que decir que el padre del autor era un médico despótico, brutal y alcohólico.
Ambas obras han alcanzado tanto reconocimiento mundial que el séptimo arte también se ha hecho eco de sus calidades literarias.  Crimen y castigo ha sido llevada al cine en múltiples ocasiones, ya sea en versiones fieles, en adaptaciones o en reinterpretaciones: Pickpocket, (1959) de Robert Bresson, Match Point, (2005), de Woody Allen, y la película mexicana Crimen y Castigo (1951) de Fernando de Fuentes con la actuación de Roberto Cañedo… En cuanto a Los hermanos Karamasov, se distinguen las películas homónimas de Richard Brooks (1951) y la dirigida por Kirill Lavrov en 1969.
Las dos novelas tienen elementos de suspense, como si fueran resonancias euroasiáticas del género policíaco iniciado 25 años antes por el norteamericano Edgar Allan Poe con Los crímenes de la calle Morgue. Pero Dostoievski no se conforma con un investigador que descifra un enigma detectivesco, lo que el ruso desea es trazar el retrato psicológico de los personajes y seducirnos con planteamientos filosóficos. Raskolnikov es un asesino filosófico. Más allá de las anécdotas, a Dostoievski le interesa explorar los laberintos de la sangre derramada.
No es casual esta obsesión dostoievskiana por el crimen. Aparte de ser el país más grande del mundo, y además de sus muchas virtudes, Rusia oculta un rasgo sombrío que suelo llamar “el estigma de la sangre en la nieve”. Es un riachuelo rojo que se pierde en el hielo coagulándose sin cesar, al menos tanto en la época zarista como en la etapa soviética.
Para rastrear esa larga tradición de homicidios tan particularmente rusa tal vez debamos remontarnos a la aristócrata Daria Saltykova (1730-1801) que pertenecía a un antiguo linaje de boyardos y ha pasado a la historia con el apodo de Saltychija. Hasta los 25 años fue una mujer devota, pero tras la muerte de su marido experimentó un brusco cambio. De pronto empezó a golpear a los criados por cualquier tontería. Sus víctimas eran sobre todo mujeres jóvenes y de mediana edad y era especialmente cruel con las que planeaban casarse.
Saltykova era una asesina bestial: clavaba a su víctima en un leño o la cogía por el pelo y estrellaba su cabeza contra la pared. A las que quedaban vivas, las mataba de hambre o las dejaba desnudas en medio en la escarcha hasta que se congelaban. En total mató a 38 personas.
Otro asesino en serie de la Rusia zarista fue Nikolái Radkevich: un auténtico psicópata. De joven hizo el amor con una mujer mucho mayor que, tras abandonarlo, le dejó de recuerdo una sífilis. Decidió entonces que su misión en el mundo era limpiarlo de mujeres perversas.
En 1909, en Petersburgo, Radkevich mató a tres prostitutas y trató de asesinar a la mucama de un hotel al grito de “¡Muerte a las mujeres bellas!”. A sus víctimas les asestaba numerosas puñaladas. Al propio Radkevich lo mataron unos delincuentes de camino al presidio.
En 1916 ocurrió la famosa e increíble muerte de Rasputín. Los conspiradores lo invitaron a comer pastas con cianuro, y él siguió comiendo tranquilamente. Incluso tocó guitarra, así que los asesinos creyeron que era inmortal. Entonces le dispararon varias veces por la espalda, Rasputín cayó al parecer muerto, pero poco más tarde cogió fuertemente por el hombro a uno de los conspiradores,  quienes pensaron que había resucitado. El místico monje logró escapar por una puerta del palacio, corrió por la nieve, le dispararon de nuevo tres veces, dos balas fallaron, pero una le desgarró el hombro, Rasputín cayó en el patio nevado. Le dieron el tiro de gracia en la cabeza. Lo dieron por muerto y lo lanzaron al congelado río Neva. Más tarde, cuando encontraron el cadáver y le hicieron la autopsia se descubrió que Rasputín no había muerto por los balazos ni por el cianuro, sino porque se ahogó en el río.
Se suponía que con la Revolución bolchevique de 1917 surgiría la nueva sociedad soviética, más humanitaria e igualitaria, sin propiedad privada, ni clases sociales, donde por fuerza se extinguirían los delincuentes. No fue así. Con la llegada del comunismo, el clima de violencia revolucionaria se incrementó y la sangre en Rusia manó a raudales. Lo más curioso es que también aparecieron asesinos en serie.
En 1921 empezaron a encontrar sacos con cadáveres en Moscú. Los cuerpos estaban atados en posición fetal, así ocupaban menos espacio. El desconocido asesino recibió el apodo de “El empaquetador”. Lo buscaron durante más de dos años. Al final la policía dio con el apartamento de Vasili Komarov, quien confesó que tras asesinar a sus víctimas con un martillo rezaba toda la noche “por el descanso del alma” de los inmolados.
Su esposa también rezaba junto con el Empaquetador, y al día siguiente le ayudaba a trasladar el cadáver. Esta pareja de “arrepentidos” recuerdan tanto a Raskolnikov que uno diría que Crimen y Castigo era su libro de cabecera.
A Komarov lo acusaron del asesinato de 29 personas. El juicio tuvo un gran eco mediático y contó con la presencia del célebre autor de El maestro y Margarita, Mijaíl Bulgákov (1891-1940), quien escribió un ensayo sobre el caso, confirmando así -por si hiciera falta- que la literatura rusa de altos vuelos siempre ha estado salpicada de sangre.
Para colmo de ironías, a Komarov y a su mujer los fusiló un “ejecutor” del NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) llamado Piotr Mago, que en sus años de servicio acabó con la vida de más de diez mil personas.
En la era soviética también fue notorio Andréi Chikatilo. Para colmo, este psicópata era miembro del Partido Comunista, ingeniero, ostentaba títulos académicos en marxismo-leninismo así como en Lengua y literatura rusa. ¡Todo un ejemplar del homo sovieticus diseñado por los ingenieros sociales de la utopía bolchevique! Chikatilo se especializaba en mutilar menores, practicando con ellos actos de canibalismo. Entre 1978 y 1990 violó y asesinó a  52 mujeres y niños.
Pudiéramos seguir agregando asesinos, pero basta con mencionar a Stalin, cuyo cementerio particular cuenta con 23 millones de muertos entre purgas y otras acciones gubernamentales. Su larga mano se extendió desde Moscú hasta México para asesinar a Trotski.
¿Era Dostoievski potencialmente un asesino, o acaso sus novelas inspiraban a otros para que perpetraran crímenes? De ninguna manera. Lo que él hacía era registrar, reflejar y recrear artísticamente los datos que recibía de su realidad. La culpa del crimen no la tiene Dostoievski, sino el contexto histórico y sociocultural en el que vivió y escribió. Ese espejo atroz, que se adentra en el alma rusa, es lo que ahora tiene en sus manos el lector. ¡Bienvenido al universo gélido y tenebroso de Dostoievski!

México, 21 de abril de 2017.
(*) Publicado en el facebook del autor, 8 mayo 2018.

1 comentario:

  1. Leer al Maestro Manuel Pereira sobre autores rusos es transitar por una introspección como lector y de la mano de Pereire, reinterpretar los acontecimientos, enriquecidos por una visión cosmopolita y universal así como cambios de pensamiento en una sociedad que le es inherente a Pereira en su experiencia vital como ciudadano del mundo y gran escritor.

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