EL
BIG BANG DE WELLS
Por Manuel Pereira
Inaugurado
por Julio Verne, el género de ciencia ficción adquirió su mayoría de edad con el
escritor inglés Herbert George Wells (1866-1946) quien escribió más de ochenta
libros. Los más memorables son La máquina del tiempo (1895), La isla del Dr. Moreau (1896), El
hombre invisible (1897) y La
guerra de los mundos (1898).
H.
G. Wells estudió biología, pero debido a diversas estrecheces económicas tardó
varios años en licenciarse. Sin embargo, tuvo suerte, pues logró obtener una
beca que le permitió ser alumno del eminente biólogo darwinista Thomas Huxley.
A
los 32 años -y a pesar de su origen humilde-, ya había publicado los cuatro
clásicos antes mencionados dejando para siempre su nombre grabado en el mapa de
la literatura universal.
Gran
parte del éxito de H. G. Wells se debió a sus convicciones ideológicas. Defendía
la posibilidad de una sociedad utópica, y reprendió duramente a políticos y
mandatarios, sobre todo en lo concerniente a conflictos bélicos. Ya en la
Segunda Guerra Mundial criticaba los “individualismos nacionalistas”.
Debido
a ese posicionamiento lo tildaron de utopista izquierdista, unas recriminaciones
que se incrementaron cuando entrevistó a Lenin en 1920 y a Stalin en 1934. Era
lógico que el sueño bolchevique ejerciera sobre Wells una fascinante atracción,
pues al llegar a Moscú seguramente se sintió como su personaje el Viajero del
Tiempo. Es fácil adivinar que estaba viviendo en carne propia la aventura futurista
de su mítico protagonista. Seguramente se sintió bajando de su prodigiosa “máquina
del tiempo” en la Plaza Roja para asistir por anticipado al futuro de la
civilización. Para él tuvo que ser una emoción única, trascendental, poder
entrevistar cara a cara a los principales demiurgos de ese porvenir que se
anunciaba como un paraíso en la tierra.
H.
G. Wells era “fabiano” al igual que otros connotados intelectuales de entonces,
por ejemplo Bernard Shaw y la anarquista Charlotte Wilson. Por tanto, soñaba
con “el estado mundial” o un mundo mejor. Además, creía que por medios
genéticos podría lograrse una raza de seres intelectualmente superiores. Era
pacifista y criticó el racismo afroamericano en Estados Unidos. No era un
simple narrador, sino, ante todo, un pensador.
La
paradoja es que Wells fue más utopista en su vida que en su obra. Lo que él despliega
en sus libros son distopías, es decir, utopías frustradas, visiones
apocalípticas del futuro, como en su famosa ficción de la máquina capaz de
navegar hacia adelante y hacia atrás en el Río del Tiempo.
Ese
Viajero en el Tiempo regresa de un remoto porvenir con una flor. Heredera de la
flor onírica de Coleridge, la malva blanca de Wells parece simbolizar la
esperanza de un futuro mejor. Sin embargo, está marchita. La descripción de ese
“paraíso” -situado en el año 802, 701- demuestra que es todo lo contrario a un
edén. Allí, lejos de haber desaparecido la división de clases, ésta se ha
recrudecido salvajemente. Los abominables Morlocks
habitan bajo tierra donde realizan tareas industriales. Personifican al
proletariado. Estos seres infrahumanos devoran a los “burgueses”, es decir, a los
apacibles Eloi que viven arriba, en la superficie.
Si
en la época del autor la burguesía explotaba al proletariado, en el futuro será
el proletariado quien explote y devore a los burgueses. Esa inversión de la
perspectiva histórica plantea una incongruencia inquietante. ¿Vale la pena
luchar tanto para al final descubrir que realmente nada ha cambiado sino que
tan solo se han invertido los polos? Si en el futuro la sociedad sigue siendo
desigual entonces estamos ante una especie de fatalismo histórico, lo cual se
ha verificado tanto en las utopías de izquierda como en las de derecha, ya que
sólo han dado lugar a regímenes dictatoriales.
Pareciera
entonces que Wells ha deslizado una sutil jocosidad darwinista, algo así como
que vamos de la revolución a la involución. La utopía wellsiana con sus tintes
pesimistas es una especie de gatopardismo avant
la lettre, pues “todo ha cambiado para que nada cambie”, como diría
Lampedusa.
En
otra de sus utopías al revés (La guerra
de los mundos), una invasión de
marcianos con sus gigantescas máquinas se alimentan de la sangre de los
terrícolas. Este atroz factor nutritivo se reitera en El alimento de los dioses (1904),
donde unas aves de corral comen una sustancia inventada por un par de
científicos británicos “sin escrúpulos”, como los define el autor.
Ese
experimento alimenticio en la granja avícola hace que los animales crezcan
desmesuradamente. Al romperse el equilibrio ecológico, los animales gigantes se
multiplican y destruyen las ciudades, ratas del tamaño de perros atacan a otros
animales más pequeños y también los pollos se comen a algunos seres humanos.
Avispas y escarabajos gigantes zumban por doquier, casi como helicópteros.
Ese
nuevo nutriente llega a los bebés y nace una raza de gigantes humanos. Las
personas de tamaño “normal” deciden enfrentarse a las ratas gigantes que salen
por las noches sembrando el terror en las zonas rurales inglesas. La batalla
está servida y el desenlace es dudoso.
Semejantes
pollos ciclópeos no son huérfanos literarios, pues descienden de un linaje muy
europeo: el francés François Rabelais (con su Gargantúa y Pantagruel) y el irlandés Jonathan Swift con Los viajes de Gulliver (1726).
A
partir de esos dos clásicos surgieron nociones como gigantismo, enanismo,
liliputienses, distorsiones volumétricas, etc. ¿Y qué es el gargantuismo por
alimentación artificial sino otra forma de invasión marciana? Todo en Wells es
rabelaisiano y gulliveriano. O sea, el autor es coherente a pesar de (o gracias
a) su obstinada pasión por las asimetrías.
Los
avances genéticos vinculados a desenlaces teratológicos, o los progresos
científicos asociados a dilemas morales, es una línea temática que también
reaparece en otra obra de Wells: La Isla
del Dr. Moreau, (1896). Aquí asistimos al
entusiasmo de Wells por la teoría de la evolución, un darwinismo poco optimista
ya que, como se ve en la novela, lo mismo puede avanzar como retroceder.
Volviendo
a El alimento de los dioses (motivo
de este prólogo), ya hacia 1904 a algunas personas les asustaba el progreso de
la ciencia en materia de alimentación. En eso Wells fue profético. Hoy lo más
cercano a ese miedo a los riesgos de la ciencia serían los alimentos
transgénicos que tanta polémica despiertan. No olvidemos los bebés a la carta,
o la creación de embriones de laboratorio para parejas infértiles. En 1986, cuando
tuvo lugar el accidente nuclear de Chernóbil, en Alemania muchas personas
dejaron de comprar y consumir lechugas porque habían estado expuestas a la
lluvia radioactiva. Hoy se habla mucho de la “comida chatarra”.
Por
si fuera poco, el argumento de El
alimento de los dioses generó filmes de terror mediocres, el mejor de los
cuales fue La Tarántula (Jack Arnold,
1955) donde una araña gigante se escapa de un laboratorio en el desierto de
Arizona. Pareciera que el camino al infierno está empedrado de buenas
intenciones, como podemos comprobar en otra película, de 1976, dirigida por
Bert I. Gordon, tan apegada a la obra de Wells que lleva título homónimo. Las
aventuras salidas de la imaginación de nuestro autor han tenido gran resonancia
en otros medios, bastaría mencionar la famosa versión radiofónica de Orson Welles
inspirada en La guerra de los mundos
que puso a Estados Unidos al borde de la histeria colectiva en 1938. Otro eco sería
la fábula distópica Rebelión en la granja(1945),
de George Orwell, donde los animales en vez de comerse a los humanos se rebelan
contra ellos para instaurar la dictadura del proletariado en un potrero.
Otras
subtramas se entremezclan en El alimento
de los dioses: ambiciones de políticos, el fanatismo, la religión, la
codicia, el dinero, el oportunismo para aprovecharse de los gigantes… haciendo
del libro, aparte de un relato de ficción, una sátira social.
Wells
supo pronosticar estas y otras situaciones con décadas de antelación. Ello se
debe a que fue consciente de su época. Las ficciones wellsianas nacen
directamente del contexto histórico que le tocó vivir. Él vivió y escribió en
la bisagra entre dos siglos, cuando muchas cosas cambiaron abruptamente en un
giro copernicano de 180 grados.
Recordemos
algunos hechos trascendentales: durante el siglo
XIX el ferrocarril despertó muchas críticas y fobias, incluso algunos se
preguntaban si las mujeres embarazadas no sufrirían abortos por las sacudidas.
En 1895 el capitán Alfred Dreyfus fue degradado y condenado a la isla del
Diablo. Ese mismo año los Hermanos Lumière proyectan la primera película. Freud
y Breuer: Estudio sobre la histeria.
En 1896 se descubren los rayos X. En 1897: Primera
exposición personal de Picasso. William McKinley anuncia la intervención estadounidense en Cuba.
Guerra entre Grecia y el Imperio Otomano. Bram Stoker publica Drácula. 1898: Estados Unidos ocupa las islas
de Hawái. Antonio Gaudí: Parque
Güell. Pierre y Marie Curie descubren
el radio. Max Planck descubre
el fotón.
Con estos dos últimos hallazgos llegamos a la segunda
obra que aquí prologamos: El fantasma
inexperto (1902), porque con Curie y Planck el mundo entró en un universo
de espíritus radioactivos extraviados entre partículas atómicas. Así que Wells
no podía dejar de escribir un cuento de fantasmas en la tradición anglosajona
de los cuentos orales narrados por los abuelos a sus nietos a la lumbre del
hogar y con los copos de nieve cayendo al otro lado de la ventana.
Los fantasmas ingleses ya estaban presentes en la época
victoriana, pero este relato de Wells añade un elemento nuevo en esa estirpe de
apariciones ectoplasmáticas. Me refiero a que aquí es un ser humano vivo quien
le enseña al fantasma a ser fantasma. Esa contradicción tan absurda coincide plenamente
con las revelaciones más recientes de la física cuántica, pues se trata, nada
menos, que de la materia enseñando a la antimateria.
El fantasma de Wells no sabe qué tiene que hacer para
desaparecer del club de caballeros ingleses donde lo han atrapado. Lo intenta
sin éxito. Y entonces Clayton es quien lo instruye en el arte de esfumarse
haciendo girar los brazos.
Los científicos descubrieron hace poco que cuando un bloque de materia primigenia se toca con su
opuesto, se desintegra dejando tras de sí un rastro de radiación. ¿Y qué es “un
rastro de radiación” sino un fantasma matemático? De hecho, la ciencia hoy
define al neutrino como “una partícula fantasmagórica”.
Wells resultó profético incluso en mecánica
cuántica, lo cual es realmente asombroso. Con él, los tradicionales fantasmas
ingleses ya no solo remiten a la niebla londinense o a las mesas voladoras en
sesiones espiritistas, sino que ahora también emanan de la ciencia más pura y
avanzada. Por eso en el Mermaid Club, frente a una chimenea, Clayton narra su extraña
historia ante un grupo de amigos boquiabiertos.
Este breve relato -teñido de flemático humor
inglés- conecta además con uno de sus clásicos: El hombre invisible (1897), lo cual demuestra que ya
Wells estaba obsesionado con lo inmaterial desde cinco años antes, tal vez
inspirado en los rayos X.
En rigor, estamos ante un cuento de neutrinos y
antineutrinos dialogando en una desconcertante asimetría universal. En Wells todo es desmesura, la clave para entenderlo a
fondo es que todo lo ve como en un asimétrico espejo al revés. Es el Big Bang
de Wells.
México, 16 agosto, 2017.
(*) Publicado en el facebook del autor, 18 mayo 2018.
entonces Wells fue en realidad el rey de la ciencia ficcion y no Julio Verne como se quiere hacer ver.
ResponderEliminarFascinante Wells y Verne. Una narrativa muy interesante y un gran conocimiento. Muchas gracias por compartir. Todo esto replantea los paradigmas sobre temas como imaginación , historia, el espacio, más. Allá del conocido y explorado. Muchas gracias por compartir.
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