diciembre 30, 2011

2012: BREVE ENTREVISTA A MANUEL PEREIRA


¿Cómo auguras que será el año 2012 para Cuba?
“No tengo ni la menor idea. Tampoco quiero aventurarme en vaticinios a tan corto plazo. Eso se lo dejo a NostraCastrus, quien lo hace a la perfección profetizando inminentes guerras nucleares”.

¿Cuáles son tus deseos para la Cuba de 2012?
“Hace muchos años aprendí que era mejor no vivir de ilusiones, para no morir de desengaños. Mi último sueño data de 1988, cuando pensé que en Cuba ocurriría algo parecido a la Perestroika y la Glasnot de Gorbachov. Desde entonces nunca he vuelto a soñar. Me limito a observar y a meditar, cada vez con mayor distancia crítica, geográfica y sentimental. No me hago ninguna ilusión con supuestos ‘cambios que no son más que otra tomadura de pelo. Una vez —según Pascal— la suerte del mundo dependió del tamaño de la nariz de una reina egipcia. Ahora parece que el destino de la Isla depende de dos enfermos. Sus males son secretos de Estado. Ya sean dolencias pélvicas, prostáticas o anales, lo cierto es que los anales de la historia han perdido en elegancia y ganado en fetidez”. 

(*) Publicado por Cubaencuentro.

diciembre 15, 2011

EL PAÍS DE MIS SUEÑOS

EL PAÍS DE MIS SUEÑOS
Por Manuel Pereira
El fotógrafo suizo Luc Chessex.


Recientemente el fotógrafo suizo Luc Chessex expuso su libro Le Visage de la révolution (El rostro de la revolución) en PARIS PHOTO, una feria del arte dedicada a la fotografía que se celebra, cada dos años, en el Grand Palais.

Su libro es un retrato de la Cuba que él conoció en los años sesenta. Luc es casi un cubano, tal vez nació en Suiza por equivocación. Trabajé con él durante casi seis años en la revista “CUBA internacional”. Es un viejo amigo, y quiero aprovechar ese homenaje que le hicieron en París para entrevistarlo.

Sin embargo, antes de entrar en materia, no quisiera dejar de subrayar el hecho de que los fotógrafos que últimamente han recibido merecidas distinciones (Iván Cañas, Ernesto Fernández) trabajaron, o se formaron, en la revista “CUBA internacional”.

Es como si en aquella mansión art nouveau de la calle Reina esquina Lealtad, hubiera surgido -por arte de magia- el ojo diversificado capaz de registrar, con la mayor calidad estética, el paso de la historia por la isla. Cada uno de estos artistas, desde la peculiaridad de su lente, ha contribuido con su obra a configurar un collage de testimonios gráficos sobre eso que todavía algunos llaman “revolución”.

-Cuéntame, Luc, tus primeras impresiones al llegar a Cuba.
-Corría el año 1961. El 14 de junio, al amanecer, vi salir de la bruma una Habana iluminada. Frente a mí se alzaba el Vedado, barrio moderno construido al estilo americano con sus altos edificios y sus hoteles de veinticinco pisos. Me sorprendió el modernismo de esa escenografía, pues yo tenía otra imagen de ese país que databa de mi infancia. Mi padre era fumador de habanos y él me regalaba las cajas de tabacos cuando estaban vacías. Las litografías que las decoraban dibujaban un país misterioso y fascinante. Además de las inevitables palmeras y los abundantes indígenas, se veían leones amenazadores, casitas con techo de paja, fábricas desbordantes de ruedas dentadas y hasta Romeos en busca de Julietas.

          El barco italiano “Enrico Dandolo” ya había atracado en el muelle y su capitán me exhortaba a pensarlo mejor antes de poner pie en tierra: “los comunistas son implacables, algún día lo lamentarás”. Esta frase yo la había oído en Suiza los meses previos a mi partida y siempre me había exasperado; ahora, me divertía. Para mí, la situación era otra, yo había llegado al lugar donde quería estar. En mi niñez, nada o casi nada, me había sido negado: el reloj de pulsera de mis diez años, el tren eléctrico de mis doce años o el kayak de mis quince años no me habían costado ningún esfuerzo; estaban pensados para mí, eran regalos casi inevitables. El viaje a Cuba era algo totalmente diferente, era mi proyecto, mi primer proyecto personal. Y ahora que había alcanzado mi meta, tenía la impresión de haber burlado a mi destino, de haber escapado de él.

-Aparte de esa primera visión, ¿qué más te impactó en La Habana?
-Nada más desembarcar, sentí una fervorosa fraternidad. La Habana en 1961 era siempre como un sueño y, a veces, era el delirio. Yo me preguntaba: ¿por qué ese pequeño país -última colonia española en obtener su independencia- había devenido el ejemplo a seguir para un Tercer Mundo cada día más tercero y cada vez menos mundo? ¿Por qué era también un punto de referencia para la izquierda europea decepcionada por el socialismo de las democracias populares?

-¿Tú llegaste a Cuba invitado por el gobierno o con una recomendación de Sartre?
-Llegué por mi propia iniciativa después de leer un reportaje, Huracán sobre el azúcar, que Sartre publicó en el periódico France-Soir a su regreso de Cuba.

-Yo te conocí en 1969, en la revista “Cuba internacional”, más tarde pasaste a Prensa Latina como “fotógrafo viajero”. ¿En qué otros medios o instituciones de la isla trabajaste?
-En septiembre del 61 Alejo Carpentier, vice-ministro de Cultura, me contrató como fotógrafo de la revista "Pueblo y Cultura" que luego se llamó "Revolución y Cultura". Trabajé allí hasta finales del año 68.

-¿Cuáles son tus fotógrafos favoritos? Me refiero a tus maestros o inspiradores...
-Robert Frank y Richard Avedon.

-Tus afinidades con Robert Frank son evidentes. Al igual que tú, es un suizo fugitivo,  algo así como el Gauguin de la fotografía que necesita dilatar sus horizontes. Pero... ¿Richard Avedon? Me parece que se aparta bastante de tu línea, lo veo muy ligado al mundo de la moda...
-Entiendo tu perplejidad. He sido profundamente influenciado por Robert Frank. Quizás sin él no hubiera perseverado en el oficio. Para mí, hay en la fotografía un antes y un después de RF. Con un libro, Los americanos, él influyó de manera decisiva en la fotografía de lo real, a veces llamada “de reportaje”.

El caso de Avedon es más complejo en cuanto se hizo famoso a lo largo de su carrera como fotógrafo de moda y retratista. Pero él tiene también una obra de autor, menos conocida, en la que colabora con escritores como Truman Capote y James Baldwin. Utiliza su misma estética formal, pero no para llenar las páginas de revistas de moda o retratar a la gran burguesía y a la gente del pueblo, sino para tratar temas muy políticos como el racismo, el tratamiento que se reserva a los locos, la guerra del Vietnam.

Lo fuerte en él es que utilizando la misma estética "papier glacé" y muchas veces los mismos protagonistas, logra un discurso tan subversivo sobre su sociedad como Frank con su estética "trash". Es extraño cómo dos maneras tan opuestas logran al final el mismo resultado.

-Luc, cuéntame esa anécdota en la que confundiste la palabra "paredón" con "perdón".
-Cuando llegué a La Habana, la ciudad estaba cubierta con inmensos carteles que decían: “Paredón para los traidores”. Colgaban en las fachadas de los edificios ahora vacíos de la compañía General Electric, la Coca Cola y la Ford Motor Company.... Un día después de mi llegada, fui al Instituto Cubano del Cine con una carta de presentación que el embajador de Cuba en Suiza me había dado. Mi español era imperfecto, lo había aprendido apresuradamente durante la travesía que duró tres semanas. Tras algunas horas de espera, fui recibido por un grupo de jóvenes cineastas que miraban con interés el dossier fotográfico que yo les había llevado. En la discusión que siguió, ellos me pidieron que precisara los motivos que me habían llevado a Cuba. En resumen, querían que definiera mi profesión de fe revolucionaria, algo que se me hacía muy difícil a causa de mi español aproximativo. Traté de explicarles la convicción que yo tenía de haber encontrado el país de mis sueños. “¡Qué maravillosa revolución, y que mejor prueba de su generosidad, que estando hostigada por sus enemigos lleva a cabo esa campaña propagandística pidiendo perdón para los traidores!”. Mis interlocutores no parecieron comprender bien, salvo uno de ellos que hablaba perfectamente francés y estaba muerto de risa. Después de que él intercambió algunas palabras con sus compañeros, todos empezaron a soltar carcajadas. Me hubiera encantado reír también, o al menos, conocer el motivo de tanta alegría, pero tuve que esperar a que me prestaran un diccionario para entender que la traducción correcta de “paredón” significaba ejecución y no “perdón”. Sin querer, yo había entrado en el mundo cultural cubano: de buenas a primeras estaba inmerso como fotógrafo de plató en una película, cómica, por supuesto. Esa “filmación” duró apenas unos meses, pero los nueve años que viví en Cuba se parecían a una buena película. El guión era simple y permitía todas las peripecias.

-¿Cómo fue tu aventura tras las huellas del Che en Bolivia.
-Salí de Cuba con el periodista uruguayo Ernesto González Bermejo, cada uno tenía un pasaporte que le permitía viajar a Bolivia. El propósito era recoger testimonios acerca de la aventura funesta que vivieron el Che y sus compañeros en la selva boliviana. Viajamos durante poco más de dos meses siguiendo el recorrido de los guerrilleros hasta La Higuera, el pueblo donde Che cayó herido antes de ser ajusticiado.

-¿Cómo y cuándo te expulsaron de Cuba? ¿Por qué?
-Fue en el año 75, en pleno quinquenio gris. Prensa Latina me dejó cesante. En aquel momento, la influencia de la URSS llegó a ser muy fuerte en Cuba y como yo no era miembro de ningún partido comunista -ni del suizo ni del cubano- supongo que se rompió el lazo de confianza. Esta es mi interpretación de lo sucedido, porque de más está decir que nunca nadie me ha dado una explicación oficial.

-Tu libro El rostro de la revolución pareciera un análisis sobre el culto a la personalidad. ¿Podemos suponer que tu obra muestra un culto a la personalidad callejero, popular y espontáneo, o piensas que se trata de una variante tropical de esa adoración casi religiosa por un caudillo carismático?
-El culto a la personalidad como se conoce (Stalin,Walter Ulbricht, Mao) siempre se apoya en unas cuantas imágenes emblemáticas de los líderes. Son los mismos arquetipos que se repiten: el líder conversando con obreros, compartiendo con niños, visitando fábricas. En la Cuba de los años 60, las imágenes de Fidel, al contrario, eran muy diversas y antagónicas. Algunas eran difundidas por el Partido, muchas otras eran el fruto de la iniciativa privada o popular. Para un observador europeo, daba la impresión de una especie de “surrealismo tropical”, tal vez lo "real maravilloso" de que hablaba Carpentier, muy ajeno a los cánones del culto a la personalidad que se vivía en la URSS o en China.

-¿Tenía razón, al cabo de medio siglo, aquel capitán del barco italiano que te llevó a la isla?
-En junio del 61 todavía el marxismo-leninismo no se había consolidado en la isla, así que el capitán tenía cierta visión de futuro. Finalmente el comunismo desapareció por completo de la faz de la tierra, fue una peripecia en la historia de la humanidad, ni más ni menos.

-Luc, tú has sido un testigo privilegiado de lo ocurrido en Cuba, primero porque tienes la visión del extranjero, y segundo, por haber estado allí con tu cámara desde los primeros momentos... ¿Cuál es -cincuenta años después- el rostro de la revolución? Y conste que no me refiero al rostro físico de un individuo...
-Es difícil sacar conclusiones. Obviamente no se cumplieron todas las promesas del proyecto revolucionario. Las revoluciones sociales siempre son utopías que tarde o temprano chocan con la realidad de los hechos, y la realidad de los hechos  es siempre más fuerte que las utopías revolucionarias. No sé quién decía que la economía es siempre reaccionaria. La revolución industrial o la revolución informática han sido mucho más radicales que cualquier revolución social. Quiero decir que el hombre es mucho, pero mucho más complejo, que cualquier tecnología y por eso las grandes teorías siempre fracasan cuando plantean cambiar demasiado rápidamente el curso de la historia.



(*) Publicado en Cubaencuentro el 15 de diciembre de 2011.
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diciembre 08, 2011

LA CAPILLA GÓTICA

LA CAPILLA GÓTICA

Por Manuel Pereira
México no deja de asombrarme. Entre los muchos prodigios que aguardan al viajero está una joya de la arquitectura medieval casi escondida en su capital. Se trata de una Capilla Gótica y un claustro románico —aquélla del siglo XIV y éste del XII—, por tanto, estas piedras fueron labradas cuando Hernán Cortés aún no había nacido.

Pero… ¿y entonces cómo llegaron estas canterías europeas a la Ciudad de México? Es una historia de película, literalmente.

Al final de El Ciudadano Kane, de Orson Welles, aparece un vasto almacén de antigüedades, algunas todavía en sus cajas, otras ya desembaladas.

Charles Foster Kane no es más que el retrato que Orson Welles hizo de William Randolph Hearst (1863-1951), el magnate de la prensa estadounidense. Tanto en la ficción fílmica como en la vida real, el multimillonario norteamericano compraba y trasladaba a su castillo californiano cuanta estatua y objeto museable se le antojara durante sus viajes por el mundo. Maniático del coleccionismo, a Hearst le sobraba el dinero, así que podía adquirir estatuas, muebles, gobelinos, cuadros, góndolas… incluso edificios enteros.

Entre 1925 y 1926 Hearst vio esta Capilla Gótica y el claustro románico en Ávila, España. Quedó fascinado y lo compró todo. A golpe de chequera, sus agentes desmontaron ambas estructuras, piedra por piedra, las empacaron en cajas numeradas y las trasladaron en barco hasta un almacén portuario de Nueva York. Allí los guacales quedaron sin abrir ya que, por entonces, había en España una epidemia de fiebre aftosa, lo cual asustó a las autoridades sanitarias, temerosas de que la paja que envolvía aquellas piedras pudiera estar contaminada con algún virus. Pusieron el cargamento en cuarentena. Una cuarentena que se prolongó treinta meses hasta que sobrevino el crack bancario del año 29. De resultas, Hearst enfrentó graves dificultades financieras y aquellas cajas con su tesoro de cantería siguieron arrumbadas en la sombra de un almacén.

El magnate de la prensa norteamericana murió sin que se abrieran los embalajes. Los herederos de Hearst pusieron a la venta aquel conjunto de piedras labradas en España seis siglos atrás.

A la sazón, un coleccionista mexicano de visita en Estados Unidos se enteró de la venta, acudió a los almacenes para ver con sus propios ojos aquella maravilla. Cuando el Licenciado Nicolás González Jáuregui contempló el contenido de las cajas y estudió los planos, su rostro se iluminó como el de Howard Carter cuando descubrió el tesoro de Tutankamón. Enseguida lo compró todo y lo trajo —piedra por piedra— hasta México.

En 1954, con la ayuda de un arquitecto, el conjunto quedó ensamblado aquí, en lo que entonces era el jardín de la residencia de Jáuregui, y donde hoy radica el Instituto Cultural Helénico, una institución que desde 1973 ofrece una excelente oferta educativa y un amplio abanico de actividades artísticas.
Este monumento histórico es un caleidoscopio. La chimenea, por ejemplo, es del Medioevo francés y poco o nada tiene que ver estilísticamente con la Capilla. El impresionante artesonado español pertenece al siglo XVI. Las lámparas de aceite colgantes son del tipo incensario, o botafumeiro, y en la ornamentación del cobre se advierten reminiscencias mudéjares.

Se ve que el gran Jáuregui fue armando su rompecabezas con piezas ajenas, sacadas de su colección, para rellenar los vacíos. Probablemente en el cargamento faltaban algunos fragmentos de la construcción, sea porque se perdieron, sea porque cuando Hearst adquirió esta edificación ya estaba medio en ruinas.

Ese puzle alcanza su máximo esplendor en la fachada, donde el coleccionista mexicano incrustó una portada plateresca, procedente de Guanajuato, logrando así un hermoso mestizaje arquitectónico, una curiosa hibridación que permite que en ese frontispicio convivan dos indígenas empenachadas con una virgen gótica en su nicho trilobulado.

El conjunto funciona como una máquina del tiempo. Entramos por una galería de columnas románicas y ya estamos en el siglo XII, pasamos por debajo de un arco flamígero y desembocamos en las postrimerías del XIV, subimos una escalera de caracol y retrocedemos al siglo XII, transitamos entre los sitiales plegables del coro con sus “misericordias”, y de nuevo somos catapultados en el tiempo, miramos hacia arriba y el artesonado nos traslada a la España del XVI… y, para rematar, salimos al patio por una portada de Guanajuato ricamente ornamentada. ¡Alucinante! Y todo eso en medio de esta ciudad pantagruélica, envuelta en el estrepitoso ruido del tráfico.

Tanto eclecticismo estilístico, saltándose siglos y conjugándolos, lejos de resultar chocante, produce una impresión agradable, y ello se debe al buen gusto y al mejor tino de Jáuregui. Gracias a su arqueológica erudición esa amalgama tan heterogénea, que mezcla formas y orígenes, se prolonga en los cuadros y tapices que engalanan el interior de la Capilla. Por doquier nos sorprenden los gobelinos franceses, españoles y flamencos, unos ilustrados con temas marianos, otros con historias persas o mitologías paganas. Aquí y allá, magníficos vitrales franceses, en particular uno que parece salido de los talleres de Chartres, pues tiene una virgencita azul bastante similar a “la Notre Dame de la belle Verriere”. Por allá vemos una monumental virgen de Murillo, por acá un cuadro atribuido al veneciano Giovanni Bellini y, más allá, otro de Bernardino Luini, perteneciente al círculo de Leonardo en Milán.

En el patio se despliega la galería románica con su arquería y los capiteles desde donde nos contempla el típico bestiario infernal del siglo XII: serpientes, vampiros o demonios… Por la parte trasera de la construcción se ven los contrafuertes y algunas gárgolas, pero lo más impresionante es el torreón.

Como en un cuento de hadas, siempre imagino en lo alto de esa atalaya a una doncella secuestrada dando gritos, de su tocado puntiagudo cuelga el velo que flota libremente. Enroscado al pie de la torre cilíndrica, el dragón que mantiene prisionera a la princesa lanza fuego por la boca. A lo lejos, se oye el galope del caballo en el que se acerca el príncipe azul que blandiendo su espada matará a la bestia y rescatará a la bella.

Esa parte de la Capilla, con sus muros almenados y sus aspilleras, corresponde a la arquitectura románica que combinaba las estructuras religiosas con las militares. Los sacerdotes tenían que defender la casa de Dios de las hordas que la amenazaban con sus habituales asaltos y pillajes. Lanzaban aceite hirviente a los atacantes, repelían sus agresiones arrojando flechas por las saeteras.

Soplaban por la Península vientos de Reconquista, a lo que hay que añadir frecuentes guerras civiles o enfrentamientos señoriales, las invasiones de los vikingos y la amenaza permanente de vulgares ladrones y bandidos. De resultas, la iglesia se encastilló y así surgió este estilo denominado “monasterio-fortaleza”.

Manuel Pereira impartiendo una conferencia sobre Surrealismo en la Capilla Gótica.
Llevo cinco años dando clases en un aula situada a pocos metros de ese monumento y he podido comprobar que muchos capitalinos —incluso nacidos en este barrio— ignoran la existencia de esta reliquia de sillería. Como está medio oculta entre árboles y altos edificios, la mayoría no se percata de esta joya, otros quizá piensen que es una copia o una vieja iglesia en funciones.

Estas piedras no solo nos conectan con la mejor película de la historia del cine, sino también con una leyenda del periodismo norteamericano, pero, además, al venir de Ávila, estas canterías transpiran poesía a lo divino, misticismo y sabiduría abulenses.

No hay que olvidar que de Ávila son Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. En aquella tierra nacieron también San Pedro Bautista, protomártir de Japón, y San Pedro de Alcántara, amigo y consejero de Teresa de Jesús, así como Alonso de Madrigal, “el Tostado”. Allí vio la luz la reina Isabel la Católica. Allí fue a morir el poeta Fray Luis de León.

Toda esa tradición espiritual impregna estas canterías. La presencia de esta estructura románico-gótica en un país repleto de pirámides prehispánicas hace pensar en un Aleph borgiano, en una metempsicosis de piedras que reaparecen o transmigran superponiéndose en un palimpsesto arquitectural.

La insólita presencia de esta edificación en el corazón de este país confirma —por si hiciera falta— la persistencia y vigencia del surrealismo mexicano del que tantas veces he hablado aquí y en otras partes.


(*) Publicado en Cubaencuentro el 8 de Diciembre del 2011.
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noviembre 16, 2011

LA MÚSICA DE LAS ESFERAS


LA MÚSICA DE LAS ESFERAS (*) 
Por Manuel Pereira
Antonio del Valle, Manuel Pereira, Francisco Javier Gaxiola Ochoa y Carlos Prieto, después de un concierto espectacular en la Capilla Gótica del Instituto Cultural Helénico, 11 Octubre 2011.
Carlos Prieto es un gran músico de fama internacional, una gloria de México. Pero me gustaría apuntar que es mucho más que el mejor chelista del mundo, es también un escritor, un intelectual. Días atrás, cuando yo leía su monumental obra Cinco mil años de palabras, pensaba que este hombre no sólo vive en la música de las esferas de Pitágoras, sino que también habita en la Torre de Babel porque se me reveló como un filólogo de vasta erudición, un paleolingüista que ha explorado diversos mapas idiomáticos, desde el alfabeto fenicio hasta el cirílico, y aun más allá.

Su curiosidad es infinita, su pasión, renacentista: investiga no sólo el origen y desarrollo de las lenguas romances, sino también el misterio de las etimologías y las ortografías, irrumpe en las tribus indoeuropeas, nos lleva de la mano siguiendo el rastro de celtas, vikingos, galos... todo ello descrito con gran amenidad.

En su espíritu confluyen o conviven otras ciencias y actividades: ha sido ingeniero, economista, incluso industrial prominente. Hoy presentamos aquí la nueva edición de otro libro suyo: Las aventuras de un violonchelo, publicado por el Fondo de Cultura Económica. Ese instrumento es todo un personaje, está cargado de historia y lo acompaña desde hace treinta y un años. El “Piatti” es un stradivarius que nació hace casi tres siglos en Cremona, Italia. Es el mejor amigo de Carlos Prieto, nunca se separan. Algunas personas van a todas partes con sus mascotas, los llevan en aviones y en barcos, se alojan en hoteles con sus gatos o sus perros. Otros llevan siempre consigo un talismán, la imagen de un santo, la medalla de alguna virgen. A Carlos Prieto siempre lo acompaña la sombra de su Piatti.

Lo que cuenta el libro que hoy tengo el honor de presentar son las peripecias de ese instrumento a lo largo de tres siglos, sus viajes a través de diversas geografías, sus distintos dueños, su convivencia con compositores inmortales, con príncipes y hasta con pintores geniales como Goya.

Entre tantos avatares, el pobre “Piatti”, en una ocasión, estuvo a punto de que un camión de la basura se lo llevara al fin del mundo. Este libro es una novela cuyo protagonista es un instrumento musical devenido casi humano, incluso me atrevería a decir que es divino. Esta Capilla Gótica ofrece la estructura acústica idónea para Carlos Prieto y su Piatti. El estilo de las piedras que nos rodean oscila entre el románico y el gótico, es decir, estas canterías tienen entre seis y ocho siglos de antigüedad. La pregunta que me estoy haciendo desde hace días es la siguiente: ¿Esta Capilla Gótica fue hecha para Carlos Prieto y su Piatti, o Carlos Prieto y su Piatti fueron hechos para ella?

Cuenta la historia que allá en Egipto, antes de la batalla contra los mamelucos, Napoleón se dirigió a sus tropas: “Soldados,  recordad que desde lo alto de esas pirámides, cuarenta siglos os contemplan”. Hoy pudiéramos parafrasear aquellas palabras y decirles a ustedes: Queridos invitados, recordad que esta noche, desde lo alto de estos arcos ojivales, ocho siglos de cantería oirán a las musas griegas expresándose a través del talento de Carlos Prieto y del genio escondido en su extraordinario stradivarius.


(*) Palabras de presentación de Carlos Prieto antes de su concierto 
en la Capilla Gótica. Ciudad de México, 11 octubre 2011.
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noviembre 09, 2011

BALADA DE LAS DOS LANZAS


BALADA DE LAS DOS LANZAS
Por Manuel Pereira
Nicolás Guillén
“Toca instrumento
 -Elamú, calambú, cambú
 Elamú.”

¿De quién son estos versos? Recuerdan a Nicolás Guillén, pero fueron firmados por Góngora hace más de trescientos años. No estoy insinuando plagios, ni soy un cazador de influencias; lo único que me interesa es demostrar que solo la calidad es universal.

Otra letrilla de Góngora, En la fiesta del Santísimo Sacramento, concluye con este estribillo de evidente resonancia africana:

“Zambambú, morenica de Congo
 Zambambú.
 Zambambú, que galana me pongo
 Zambambú”.

En otra composición gongorina, dedicada a la “Adoración de los Reyes”, alguien canta desde el séquito de Melchor, que es el rey negro:

“-Mechora, rey de Sabá,
  guan, guan, gua,
  morenica de Tofalá”

Es lo que Fernando Ortiz llamó “versificación tamboreada”, y de la cual es tributario Nicolás Guillén. Aclaro: en arte el deudor no siempre sabe que lo es, incluso es mejor que lo ignore, o que lo olvide; porque así nace un arte des­provisto de malicia. No hay pecado original. Ni tampoco existe la originalidad en estado puro.

Pero estas raíces poéticas no están solo en Góngora. También Lope de Vega, en El nacimiento de Cristo, nos dejó esta exhortación que parece salida de Motivos de son:

“Toca, neglo, lo pandelo
 A lo niño y Dioso mío,
 Que está temblando de frío.
 Siendo la lumbre del Cielo;
 Toca, Blas, lo morteruelo”.

España repitió en América el experimento que ya había realizado en su propio suelo: mestizarse. Durante siglos, judíos, cristianos, moros y gitanos convivieron en la Península hasta que, tras la Reconquista, fueron obligados a escoger entre la conversión o la expulsión. Porque para la inquisición española era más grave la diferencia de credo que la diferencia de raza. Por eso nadie sabrá nunca, por ejemplo, cuántos moriscos, conversos de convicción o cristianizados a regañadientes, desembarcaron en las costas americanas.

No solo hubo moros, también había negros en Sevilla antes de que Colón naciera. Y no unos cuantos, sino tantos como en Lisboa. A partir de documentos del siglo XIV, Fernando Ortiz nos informa que los negros en Sevilla tenían sus cabildos y eran pocas las casas que no poseían un esclavo de esa raza. Hubo incluso negros islamizados, pues se amigaron con los esclavos berberiscos. Esa ciudad contó con un hospital, una capilla y hasta una cofradía para negros a finales del siglo XIV. Muchos de estos negros sevillanos participaban en las procesiones de la iglesia flagelándose en público o alumbrando con cirios esos ritos medievales.

De ahí que no sea raro encontrar en el teatro de Lope de Rueda a criadas negras que hablan ya con esa prosodia que anticipa la gracia de Negro bembón. Hay personajes negros en la obra de Calderón de la Barca, se habla de negras en un entremés de Juan de Alarcón, Cervantes alude en La gitanilla a “negros fugitivos”; en un drama religioso Lope de Vega menciona a una etiópica; Quevedo en Los sueños se refiere a los esclavos negros cuando dice “bozales en trabajo”; Cervantes desliza en El rufián dichoso este verso “pues nosotros nacimos en Guinea”. En La Pícara Justina aparece la palabra guineo por nacido en Guinea. Quevedo se refiere a “la chacona mulata” y Cervantes a la “indiada amulatada”. Incluso entre los poetas árabes de Andalucía aflora el tema negro, como se aprecia en estos versos de Abenjafacha:

“Un negro nadaba en una
 alberca cuya agua no ocultaba los guijarros del fondo.
 La alberca tenía la figura de una pupila azul, donde
 El negro era la niña”

Los bailes negros entraron en España antes que en Cuba. ¿Quién sabe cuántas zarabandas y chaconas presenció Góngora en su Córdoba natal? O en Sevilla, tan cercana yendo por el Guadalquivir. En Andalucía confluyeron los atabales almorávides con los tambores africanos. A eso hay que añadir la canción quejumbrosa del árabe y la ululación casi gutural del almuecín llamando a los fieles desde lo alto del minarete.

En muchos cantes flamencos se siente inmediatamente la influencia árabe, tanto en las vocalizaciones como en el jaleo de las palmadas. Yo entendí mejor a Góngora una noche, en el Patio de los Naranjos de la Mezquita de Córdoba, oyendo a lo lejos una saeta, un cante jondo, unas bulerías, unas soleares. Pero entendí algo más, porque aquellos quejidos modulados me transportaron a otros patios, los de mi infancia en la Habana Vieja, donde en cada solar resonaba un guaguancó o una rumba de cajón, salpicada de toques de botellas, cucharas, sartenes y claves. Nada se parece tanto. Comprendí entonces que existe una patria sonora, plástica, arquitectónica, literaria, estética, cuyas fronteras no pue­den precisarse con el compás del topógrafo.

“África empieza en los Pirineos”, sentenció Alejandro Dumas (padre). Pero esa frase, que quiso ser insulto, acabó siendo nuestra primera definición. A Dumas solo le faltó agregar que África termina en América.

Ya Dámaso Alonso exploró las analogías literarias entre la poesía arábigo-andaluza y la obra de Góngora. Por otra parte, su poesía —tantas veces tildada de “rebuscada”— ¿no recuerda acaso el afán de filigrana del arte mahometano, obligado a una geometrización permanente debido a las prohibiciones iconográficas del Corán?

Mezquita de Córdoba
Toda la estética musulmana es arabesco poético. Aljófar es palabra árabe que designa una perla de figura irregular, la misma perla que en francés se llama barroque, de donde sale la denominación de “barroco”. ¿Coincidencia? Inspirado en el esplendor oriental, la orfebrería, el lujoso calado en madera y en estuco, así como en las diversas taraceas de piedras preciosas; lo que Gón­gora hizo con la sintaxis castellana es lo que los alarifes sarracenos hicieron con los arcos de herradura que sostienen la Mezquita de Córdoba. Viendo las almenas minuciosamente dentadas del muro de ese templo, también comprendí la hazaña estilística de Góngora. Esa arquitectura de panal se abre buscando espacio, recreando espacio, rompiendo el espacio.

Spengler insinuó cuánto le debe la arquitectura ojival europea a la concepción de infinitud espacial árabe. Así, no es raro que el barroco —al igual que el gótico— se oponga a la serenidad clasicista. Tampoco debe extrañarnos que sobre la mezquita se eleve hoy una torre cristiana, del mismo modo que en México se erigieron iglesias encima de cada teocali. Pueril soberbia española. Pero el español no sabe odiar. Confunde el odio con el amor, el rechazo con la atracción, de donde brota tanto mestizaje por aquí y por allá, en la sangre, en la piedra y en la palabra.

Me quedo mirando el retrato de Góngora que nos dejó Velázquez. No puedo dejar de sospechar el mestizaje en esos ojos negrísimos, la tez tirando a moruna, el poco pelo azabachado y esa larga nariz de camellero beduino de la que tanto se burló Quevedo. Góngora fue tan mestizo como Guillén, aun cuando el color de su piel no lo delatara, pues como dice el verso de Nicolás “quien por fuera no es noche, por dentro ya oscureció”. Lo que demuestra que la cultura no solo dilata la noción de patria, sino también las estrechas categorías raciales.

El otro esquema que siempre hay que revisar es el estético: que si arte elitista y arte popular, que si arte para las masas y arte para los iniciados... Cuentan que el comediante Osorio le preguntó a Góngora el significado de uno de sus versos oscuros. Cuando Góngora se lo explicó, Osorio replicó: “¿Por qué usted no me dijo en los versos eso que me dice ahora, y no me cansara en preguntárselo ni usted en declarármelo?” Más tarde, oyendo a un negro ladino que hablaba muy enredado —alterando el castellano a su antojo, con esa jerga que luego llevaron a Cuba los negros curros—, ese mismo Osorio, entre admirado y escandalizado, exclamó: “¡Válgate el diablo, negro! ¿Eres tú culto, que no sabes lo que dices?” Que oír el retozo verbal de un negro trasplantado en España permita evocar al Príncipe del Culteranismo, nos ofrece la clave de cuán frágiles son a veces ciertas nomenclaturas de gabinete.

Hace ya muchos años, en un carnaval habanero, oí la siguiente jerigonza que le soltó un parrandero medio borracho al camarero de un quiosco improvisado en la calle: “oye, compadre, échame dos lagartos en un cartón antes de que se derrita la Antártida y se acabe el orégano”.

El cantinero, que entendió inmediatamente ese código secretamente oscuro y popular, digno del dios Hermes Trismegisto, me hizo luego la traducción. Los “dos lagartos” son dos cervezas, porque “lagarto” —por simpatía fonética un tanto forzada— alude al tipo de cerveza lager. ¿El cartón? Era el vaso de cartón encerado que distribuían en los carnavales para evitar que se usaran los cuellos de botella como armas blancas en las reyertas. ¿La Antártida? La piedra de hielo para enfriar las cervezas dentro del quiosco. ¿El orégano? Alusión al oro, es decir, el dinero. Tanta ocurrencia, ingenio y jocosidad, me permitieron saber que en aquel carnaval, bailando en la calle junto al pueblo, estaban Góngora y Guillén.

Los retruécanos no son exclusivos de los escritores difíciles, también el pueblo los conoce. En Cuba esos juegos de palabras se denominan “quiribombo” : una palabra que nadie sabe explicar. Estas rebeldías de la lengua van del pueblo al arte, y viceversa. Los que nunca entienden nada y se quedan siempre bizqueando son esos intelectuales inconclusos —como Osorio— que pretenden regañar al arte mientras humillan al pueblo; son esos burócratas disfrazados de intelectuales que ni siquiera saben lo que es una “data” de dominó. Solo las ignorancias diplomadas se quedan perplejas ante esos caprichos fonéticos, esas reiteraciones, esas corruptelas idiomáticas y esas gramáticas trastornadas que, a menudo, son formas de resistencia idiomática. “Yo escribo en anti-inglés”, decía James Joyce.

Ese desafío a la lengua extranjera impuesta a la fuerza dio lugar a la prosodia típica del negro esclavo en América. Por algo en Norteamérica surgió el jazz. Originario de Nueva Orleáns, la etimología de jazz se remonta al verbo francés jaser, que significa hablar à tort et à travers, o sea, a tontas y a locas; como el negro ladino que sacó de quicio a Osorio. No en balde el jazz devino un diálogo absolutamente libre cuya esencia es la improvisación. Lo que al principio pudo parecer un disparate se transformó en la música que mayor influencia ejerció a escala mundial durante el siglo XX.

De los campos de algodón brotaron los spirituals de los negros sureños, del mismo modo que de los campos de caña —directa o indirectamente— surgió el cha cha chá. ¿No usa Nicolás Guillén en la Charanga de Juan el Barbero la onomatopeya “¡chas, chas, chas!” para sugerirnos los tres machetazos del cortador de caña? Todo el que ha realizado ese trabajo extenuante sabe que implica una técnica de balanceo del cuerpo: agacharse (primer machetazo al tallo a ras de tierra), incorporarse (segundo machetazo para quitarle las hojas), inclinarse hacia atrás (tercer machetazo para cortar el cogollo) y las cañas salen volando cortadas en dos. Cortar caña es, en cierta forma, danzar. Si el “chas, chas, chas” de Guillén reproduce el macheteo rítmico, el cha cha chá de Jorrín remeda el susurro de los zapatos del bailador deslizándose en el suelo.

En el camino que se extiende entre esas dos danzas (una rural, y la otra, urbano-lúdica) está la génesis de muchos versos de Nicolás Guillén, pues si cortar caña es danzar, también fue cantar. Anselmo Suárez y Romero, Emilio Bacardí Moreau y Henri Dumont nos dejaron noticias de que los esclavos en Cuba cantaban en cañaverales, ingenios, trapiches y cafetales mientras trabajaban. Se sabe que los negros cantaban en las factorías esclavistas de la costa africana y que durante la travesía eran obligados a bailar en la cubierta de los barcos negreros. Todas esas voces elevándose desde la noche de los tiempos es lo que Guillén definió como “voz de profunda madera desesperada”.

George D. Thomson y Karl Bucher nos enseñan que cuando todavía la poesía estaba ligada al trabajo —es decir, cuando magia y economía eran una misma cosa, cuando el rumor de las máquinas todavía no había hecho su aparición—, todo el mundo cantaba mientras trabajaba. Entre los polinesios se cantaba: “¡Alcen el remo, bajen el remo! O Puhi-huia!”. Para el remero maorí, el grito O Puhi-huia daba la señal de contraer los músculos. No otra cosa hace Guillén en su “Canción en el Magdalena” cuando reitera “y el boga, boga” marcando el ritmo del remo penetrando en las aguas del río colombiano. Igual pasó en Irlanda hace tres siglos, cuando los marinos arrastraban sus embarcaciones hasta la orilla gritando “¡Jo-li -jo-jup!”. Los pescadores rusos también tenían su grito: “¡E-uch-nyem!”. El Inca Garcilaso nos relata los cantos productivos en el Antiguo Perú. Los picapedreros de Tonga que trabajaban para sus amos europeos cantaban:

“Nos maltratan, ¡ejé!
 Son duros con nosotros; ¡ejé!
 Se toman su café, ¡ejé!
 y no dan ni un poco, ¡ejé!”

Ese “¡ejé!” gritado coincidía con cada mandarriazo en la piedra. Ya no se trata solo de un grito técnico, sino también social. En África Central, los cargadores de una caravana cantaban:

“El blanco malvado va de la orilla —puti, puti
 Seguiremos al blanco malvado —puti, puti
 mientras nos dé comida —puti, puti”

Ejemplos sobran por todo el mundo, pero volvamos a nuestro cañaveral cubano. A esos cantos colectivos, que incluían no pocas pullas contra el mayoral, se sumaron los pregones de los vendedores ambulantes. Muchas canciones cubanas arrastran el eco de aquellas vocinglerías callejeras con sus retruécanos y estribillos tenaces. Basta pensar en el “¡Ah, eh!; ¡Ah, eh! ¡Ah, eh!; la chambelona” y en el “¡Ay, Mamá Inés! Todos los negros tomamos café” o en el “Bururú, barará, ¿dónde está Miguel?”, de los Matamoros. Todo ese rebumbio de voces tenía que desembocar en las mejores páginas de Nicolás Guillén.

Además de lo estrictamente musical, en Cuba se mezclaron otras sonoridades. Fernando Ortiz analizó la jerga de los esclavos cuyo desconocimiento del castellano les hacía decir ¡chuchachucha! por “escucha”, o chapi-chapi por “chapear”. Otras corrupciones venían del inglés, como chenche por chenche en lugar de change for change, o napi-napi por “dormir”, de nap = “echar una siesta”. Algunas voces eran adaptaciones de lenguas africanas, como fonfon que significaba azotar, porque fong en mandinga equivale a “espada”. Quizá en La Habana Vieja todavía se diga “ecolecuá” en forma de saludo o como expresión de afirmación. De pequeño, yo pensaba que era una locución africana. Aquello me sonaba a congo o a carabalí, pero más tarde descubrí que es la cubanización del italiano ecco le qua. ¿Cómo llegó a ser tan popular esa frase entre nosotros? Misterio.

Por otra parte, los negros curros del barrio del Manglar, y de Jesús María, llegaron directamente de Sevilla. Ortiz les dedicó un estupendo ensayo gracias al cual sabemos que esos negros andaluces se paseaban por la Habana con sus atuendos agitanados, sus dientes cortados a lo carabalí, las pasas trenzadas debajo del sombrero, argollas en las orejas; caminando como toreros, con sus cuchillos ocultos en los pantalones de campana, sus múltiples pañuelos y los muchos botones en la camisa de donde quizás procede nuestra guayabera. Todo eso mucho antes de los rastafaris.

Aparte de la fanfarronería y la guapería, estos negros sevillanos nos trajeron su hablar flamenco que es mezcla del caló con la germanía que era el argot de los pícaros. Muchas palabras del vocabulario curro circulan por las calles habaneras, entre otras: curda, camelar, chalarse, cuatrero, chulo, chévere... ¿Acaso no se titula Chévere ese retrato del guapetón que debemos a Guillén? El “ni ná ni ná”, que tan cubano nos suena, es típicamente andaluz, pues fueron ellos quienes nos enseñaron a comernos el final de las palabras. En cuanto a ritmo, ¿de dónde les viene a nuestras mujeres tanta destreza en las caderas cuando bailan o caminan si no es de Cádiz, ese puerto célebre por sus bailarinas desde la época de los fenicios?

El puente náutico de ida y vuelta entre La Habana y Sevilla fue sistemático hasta 1765. Para imaginar lo que sería aquella ciudad —Babel hispánica, laberinto de sangres—, basta leer a Santa Teresa de Jesús en su Libro de las fundaciones: “No sé si la misma clima de la tierra, que he oído siempre decir los demonios tienen más a mano allí para tentar, que se la debe dar Dios, y en esto me apretaron a mí, que nunca me vi más pusilánime y cobarde en mi vida que allí me hallé: yo, cierto, a mi mesma no me conocía”. He aquí a la mística tantalizada por la sensualidad andaluza que emigró, galeón tras galeón, hasta Cuba.

Reducir la poesía de Guillén al parche del bongó que grita en el son es tan caricaturesco y simplificador como pretender que todo lo escrito por Góngora se nutre únicamente de la mitología grecolatina. La mulatez de los versos de Nicolás viene de lejos y de cerca. Ninguna genética es fácil de descifrar, menos aún la genética poética. Parece que estamos ante el Guillén de Motivos de son cuando leemos esta estrofa de un negro curro anónimo:

“Hoy vengo de mala vueta
 con deseo de morí
 que no se puede viví
 con una negra coqueta.”

También Guillén se hermana con Lope de Vega cuando el madrileño termina así El nacimiento de Cristo:

“Galumpé, Galumpé, galumpico
 Galumpé...”

El exorcismo de Guillén para matar a la culebra (“¡Mayombe —bombe— mayombé!”) parece la continuación de esa composición de Lope de Vega, recordándonos, de paso, al gongorino “Elamú, calambú, cambú” que cité al inicio de estas páginas.

El otro conjuro que Guillén repite en la Balada del güije: “¡Ñeque, que se vaya el ñeque! ¡Güije, que se vaya el güije!”, evoca —por la estructura de su urgencia— aquel leit-motiv tenaz de Góngora cuando alerta: “¡Que se nos va la Pascua, mozas, que se nos va la Pascua!”.

Por otra parte, sentimos la reminiscencia del “Zambambú” gongorino cuando Guillén exclama “ ¡Yambambó, yam­bambé!”. Pero, sobre todo, la sentimos cuando concluye con la serie “¡yamba, yambó, yambambé!”. Entonces no nos queda otro remedio que recordar una vez más la sucesión fonética “Elamú, ca­lambú, cambú” del cordobés, cuyo eco se reitera en el “Quencúyere, quencuyeré” del Pregón del camagüeyano.

No quiere esto decir que el Mago del Hipérbaton copió a los poetas árabes, ni las danzas cantadas por los negros trasladados a Andalucía, ni que Guillén calcó a los clásicos españoles; lo que ocurre es que todos esos sonidos estaban vibrando en el aire —en el espíritu de la época, en el contexto cultural— que tanto el cubano como el español respiraron desde niños. En ese aire, mucho más incorpóreo que el mismo aire, flota la cultura invisible, que es la más poderosa. Eso explica que la cultura no se pueda ejecutar mediante decretos ministeriales, porque el aire no conoce otras leyes que las suyas. Ningún ministerio de cultura sirve para nada. La cultura es misterio, no ministerio.

Por eso, cuando en el Entremés de los negros, Simón de Aguado despliega el siguiente juego fonético... “Toca tú,/ tú, pu tu tú, pu tu tú/ Dominga de Tumbucutú...” tal parece que estamos oyendo el eco anticipado del “repique, pique, repique, ¡po!” que sonoriza el Secuestro de la mujer de Antonio, de Nicolás Guillén.

Góngora
De nuevo advertimos la presencia de Góngora cuando Guillén le dice a Bito Manué: “tu inglé era de etrái guan,/ de etráiguan y guan tu tri”, porque recordamos aquel “guan, guan, guá” que Góngora consagró al rey Melchor, o la Mojiganga del Mundi Nuevo, de Suárez de Desa, en las que los negros cantan: “y gun, gun, gu y guan, guan, gua”. No importa que el “guan” de Nicolás sea una fantasía fonética del one inglés. Lo que importa es que entre los hispano-africano-americanos existe una antigua seducción por el fonema gua. Así lo vemos en “guagua”, voz que tan diversos significados asume en América Latina, desde niño de teta en Ecuador y Perú hasta autobús en Cuba, Santo Domingo y Canarias, pasando por el fantasma (el coco o el hombre del saco) usado para meter miedo a los niños en Guatemala. Gua de Elegguá, gua de guanahatabeyes, gua de guaguancó: fonemas africanos, arahuacos o criollos. !Gua! es interjección americana equivalente a “¡Oh!”. En cualquier diccionario podrá verificarse que gua es el prefijo de innumerables americanismos.

El recurso que Guillén emplea en Sitú supiera... “Aé, bengan a be; aé, bamo pa be”, aparte de recordar las apoyaturas de las canciones del trabajo, nos transporta al “Ah, ah, ah; eh, eh, todos los negros me vengan a ver” del entre­més Los negros de Santo Tomé atribuido a Lope de Vega.

En las Coplas de Juan descalzo Guillén repite “es seguro”, “no lo juro”; en Tengo utiliza el “está mal”, “está bien” y  en sus Adivinanzas recurre a la fórmula: “¿Quién será, quién no será?”, todas las cuales no solo suenan casi igual, sino que contienen una contradicción como el estribillo de esta letrilla de Góngora: “bien puede ser, no puede ser”. Lo curioso es que el Príncipe del Culteranismo también está elaborando acertijos en esas composiciones de arte menor cuando dice: “Par, par, par;/ que vuela y sabe nadar”, lo que casi parece uno de aquellos enigmas de la charada cubana en los cuales se empleaban metáforas para adivinar el premio de la lotería. Además, ese “par, par, par” de Góngora marca la misma cadencia de aquel “¡Chin! ¡Chin! ¡Chin!” que Guillén intercaló en “Soldado muerto”.

Las semejanzas entre Góngora y Guillén no residen únicamente en los sonidos, sino también en los contenidos y hasta en las intenciones. Sin embargo, un observador apresurado diría que se trata de poetas muy distintos y distantes. Distintos supuestamente por la sangre, pero ya sospechamos que Góngora también era mestizo. Distantes aparentemente por la geografía y la historia, pero ya sabemos que estas mezcolanzas éticas y estéticas empezaron en España antes que en América. Distintos técnicamente, por el estilo, porque de Góngora siempre se dice que es “elitista” mientras que a Guillén lo persigue la etiqueta de “popular”; pero ahora empezamos a comprobar que esas categorías suelen ser más tramposas que exactas, como demostró Federico García Lorca en su conferencia sobre la “popularidad de Góngora”, ese mismo Federico —también andaluz— que Nicolás Guillén busca de puerta en puerta en su “Angustia cuarta” consagrada a España. Por si fuera poco, cuando Guillén evoca al líder sindicalista Jesús Menéndez, elige como epígrafe de su elegía este verso de Góngora: “armado/ más de valor que de acero”.

De pronto, un verso a todas luces aristocrático se convierte en frontispicio de un poema de índole social. Que el hipérbaton de un poeta tan “elitista” sirva de leyenda a un poema obrerista, me parece una interesante lección de ambigüedad literaria.

En La canción del bongó Guillén afirma reiteradamente “aquí el que más fino sea, responde, si llamo yo”, lo que parece una respuesta al estribillo de Góngora en el romance destinado Al nacimiento de Cristo Nuestro Señor: “¿Quién oyó? ¿Quién oyó? ¿Quién ha visto lo que yo?”.

Esta pregunta, lanzada por Góngora desde el otro lado del océano, recibirá tres siglos más tarde la mejor respuesta de Guillén en la Balada de los dos abuelos: “Sombras que solo yo veo,/ me escoltan mis dos abuelos”.

Entonces, como en un diálogo que discurre más allá de las sombras, volvemos a escuchar la voz de Góngora que le anuncia a Guillén en un romance:

“Servía en Orán al Rey
 un español con dos lanzas,
 y con el alma y la vida
 a una gallarda africana”.

Góngora nos regaló con esta imagen la síntesis del mestizaje español. Lo curioso es que utilice el motivo de las lanzas y que sean dos, pues dos son también los abuelos de Guillén. Esos dos antepasados del poeta cubano fueron entrevistos por Góngora en la Argelia del siglo XVII. Ya no caben dudas: ese español con dos lanzas y aquella gallarda africana son los ancestros étnicos y estéticos de Nicolás Guillén.

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noviembre 03, 2011

NOVELA NEGRA: ENTREVISTA A MANUEL PEREIRA

NOVELA NEGRA
De Poe a Chandler
¿Cuáles son las claves para que un lector identifique una novela negra como tal?
La novela negra es más violenta que la novela policíaca, ésta última siempre está más interesada en resolver el misterio. El adjetivo "negro" tiene que ver con los ambientes oscuros y terribles donde suelen desarrollarse las tramas y también con el hecho de que fueran la revista norteamericana Black Mask y la colección Série Noire francesa, donde se publicaron los primeros relatos de este subgénero, que luego pasó al cine con mucho éxito.

¿Cuáles son las características principales de sus personajes?
La novela negra es más reciente que la policíaca, surge entre los años veinte y treinta del siglo XX y enfatiza en los aspectos sociales del crimen, aspira a denunciar la corrupción de la sociedad, está más interesada en mostrar los orígenes socioculturales de la delincuencia que en resolver el enigma detectivesco. La novela negra es una variación de la novela policíaca, es un subgénero dentro de otro subgénero. Los protagonistas de la novela policíaca clásica son más dados al cálculo mental, a la deducción, a la intuición, al ajedrez o a la solución de problemas matemáticos, así resuelven sus casos, mientras que en la “negra” el detective es más bien un tipo duro, a veces medio borracho, que sale de noche a la calle y se enfrenta con quien sea a puñetazos, a puñaladas o a tiros para llevar a cabo su investigación. Por otra parte, la novela negra indaga más en la mente del criminal mientras que la novela policial clásica nos muestra los mecanismos intelectuales desplegados por el detective para descubrir y capturar al delincuente. Resumiendo, la novela policíaca es más elegante y científica que la novela negra, que es más brutal y callejera.

¿Cuáles serían algunos exponentes que usted considera que podemos recomendar y cuál sería su obra clave?
Edgar Allan Poe es el padre del género policíaco con Los crímenes de la Calle Morgue (1841). Luego vendrán Arthur Conan Doyle, con su inolvidable Sherlock Holmes, y Agatha Christie con el bigotudo Hércules Poirot. Hay dos obras geniales que incluyen ingredientes de novela policíaca y, al mismo tiempo, son filosóficas o profundamente psicológicas: Crimen y Castigo, de Dostoievski, y El hombre que fue jueves, de Chesterton. Los clásicos de la novela negra son tres: Dashiell Hammett con El halcón maltés (1930), Raymond Chandler con El sueño eterno (1939) y James M. Cain con El cartero siempre llama dos veces (1940). Estas obras fueron llevadas al cine con gran éxito de crítica y de taquilla.


(*) Publicada en la Revista "Conozca Más", de Televisa, 
entrevistó Tere Hernández, mayo 2011.
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octubre 26, 2011

MARTÍ: LOS OJOS DEL POETA


MARTÍ: LOS OJOS DEL POETA
Manuel Pereira
José Martí
Todas las historias del cine deberían comenzar por mostrarnos ciertas pinturas rupestres, pues desde que el hombre habitaba en las cavernas siempre quiso captar iconográficamente el movimiento. ¿Qué son, si no, esos animales de más de cuatro patas que estamparon los pintores del paleolítico en las cuevas de Lascaux y de Altamira? ¿Especies extinguidas? ¿Superposición de imágenes? Ni lo uno, ni lo otro. Hace tiempo que ha quedado demostrado que son el intento inocente de atrapar pictóricamente el movimiento de las patas del animal en fuga. Los toros alados asirios con rostros humanos barbados del palacio de Sargon, en Khorsabad, tienen cinco patas. Y más cerca en el tiempo, en Roma, ¿qué es esa espiral de bajorrelieves, esa secuencia de historias labradas en la Columna de Trajano? Perdonen el exabrupto, pero configuran —ni más ni menos— la primera película de mármol que relata los episodios de la guerra de Dacia. ¿Y acaso no es otra petrificación del movimiento la sucesión de figuras aladas que nos miran desde el arco de la puerta ojival de Nuestra Señora de París? Este ángel está serio, el de al lado sonríe, el otro ya ríe, el de más allá carcajea; otro mueve un brazo; aquél, los dos brazos… y así va desplegándose el relieve hagiográfico de esa película fallida, pero intentada, desde la noche de los tiempos. Entre los sueños del hombre siempre estuvo el ansia de dominar y reproducir a su antojo el movimiento. Y ese movimiento —que luego solo el cine podría desarrollar a plenitud— José Martí trató de atraparlo en su obra poética, periodística y prosada.

Caído en combate en mayo de 1895 —siete meses antes de que el cinematógrafo Lumiére alcanzara su mayor éxito en París— Martí no llegó a conocer la invención del séptimo arte. Lo más parecido al cine de que tuvo noticia fue el “revólver fotográfico” [1] que, junto con el “fusil” fabricado por el sabio francés Marey, resultó el antecedente inmediato de la cámara cinematográfica. De haber conocido el cine en su esplendor, ¿qué no hubiera sido capaz de escribir el hombre que, inmerso en los preparativos de una guerra de independencia, tuvo tiempo y talento para registrar con palabras lo mejor de la plástica finisecular? La mayoría de sus críticas las dedicó a la pintura, o sea, al reino de la imagen pura. ¿Y qué otra cosa fue el cine mudo sino esa misma imagen hecha luz, puesta en movimiento?

Movimiento: he ahí la palabra clave. Gran parte de la obra de Martí está recorrida por esa obsesión. Siempre me han trasmitido una desconcertante voluntad de aprehensión cinética aquellos versos que Martí dedicó a una bailarina española:

La bailarina Otero
Se ve, de paso, la ceja, Ceja de mora traidora: Y la mirada, de mora: Y como nieve la oreja.

Empieza por escribir: “Se ve” Es decir, que nos va a hablar de algo que hay que disfrutar con los ojos. Se trata, por tanto, de un poema de naturaleza óptica.

Inmediatamente, el poeta atrae nuestra atención hacia la ceja de la bailarina. Pero, ¿cómo nos la hace ver?: “de paso”. Eso puede significar —traduciéndolo al lenguaje cinematográfico— que esa ceja ha entrado en cuadro inesperadamente, o fuera de foco, o en una disolvencia. Por eso el verso siguiente, donde se define la ceja como “de mora traidora”, no hace otra cosa que “enfocar”, precisar, congelar en la “pantalla” de nuestra memoria esa imagen que antes solo habíamos podido ver “de paso”. Entonces ya nos acercamos a la mirada, y, enseguida, a la oreja, en una sucesión de Grandes Primeros Planos cuyos cortes, en este caso, son los apoyos del acento respiratorio. Pero es en la antepenúltima cuarteta de ese poema donde el “movimiento” y la “edición” adquieren tanta fuerza que parece que estos versos, ¿sencillos?, inventaron el cine:

El cuerpo cede y ondea; la boca abierta provoca; Es una rosa la boca: Lentamente taconea.

Esta vez “la cámara” (los ojos del poeta) ha tomado un plano general del cuerpo de la bailarina, para luego, por corte directo, detallar su boca con un acercamiento con zoom o lente macroquilar y, súbitamente, también por corte, llevarnos hasta los pies que taconean “lentamente”. [2] Lo que Martí resuelve en este poema es lo que por primera vez haría, en el año 1900, el cineasta inglés George Albert Smith. O sea, la alternancia de grandes planos y de planos generales en una misma escena. O lo que es igual, el principio del corte y la edición, vale decir del montaje.

Y para demostrar que no cualquier poeta, por mera convención del oficio, hubiera escrito en esos términos semejante poema, ofrezco un contraste que entraña a la vez una feliz coincidencia. Quiso el azar que años más tarde otro poeta (¡nada más y nada menos que Rainer María Rilke!) conociera y frecuentara a la misma bailarina de José Martí. También Rainer María la pintó en unos versos que guardan gran analogía con los del poeta cubano. Pero la visión que éste tuvo de la bailarina fue mucho más cinematográfica que la de Rilke, a pesar de que aquél nunca vio cine y éste, por razones cronológicas y geográficas, muy probablemente sí lo vio. Para expresar los fuegos de la bailarina, Rilke calificó su danza de “convulsa”, “violenta”, “clara”, “ardiente”. [3] Donde el poeta europeo usó el poder de los adjetivos, Martí prefirió describir las imágenes, tal y como se desenroscaban ante sus ojos. En otras palabras: Rilke definió la danza, Martí la narró, la relató, la grabó en toda su “secuencia”: la filmó. Como los pintores de Altamira, consumido por la misma fiebre cinética de los artesanos de la Columna Trajana, semejante a los alarifes del pórtico de Nuestra Señora de París, José Martí prefiguró en estos versos la recóndita estructura del lenguaje cinematográfico, no porque fuera un predestinado, sino porque el cine está en la vida y él supo entreverlo.

Pero si se piensa que hay poca acción en los versos martianos que arriba intenté glosar, si se exige algo que siendo un poema se asemeje más a un guión de cine, hay que leer “El enemigo brutal” [4] y, en especial, aquella estrofa que, más que rimar, filma:

Pasa, entre balas, un coche:
Entran, llorando, a una muerta:
Llama una mano a la puerta
En lo negro de la noche.

Hay aquí tres planos perfectamente coherentes y hasta una edición que mucho recuerda el célebre “montaje de atracciones” de Eisenstein. Pero, de leerse entero el poema, se verá que allí está, latente, esperando por un realizador, todo un guión para un filme de ficción sobre la represión desatada por las tropas españolas contra los habaneros, durante los sucesos del teatro de Villanueva (1869) evocados por Martí en sus versos. La danza primero, la balacera después, estos dos ejemplos aluden a escenas de gran movimiento. El procedimiento que emplea Martí para trasmitir esa atmósfera es bien “sencillo”. En el caso de la bailarina, dice: “Se ve, de paso, la ceja.” En el otro, escribe: “Pasa, entre balas, un coche.” Esta manera abrupta de partir las líneas produce un giro, elegante y rápido. Ese ritmo poético, que da idea de movimiento al transmutarse en imágenes, lo logra Martí con el “de paso” y con el “entre balas”. La estructura de estos poemas está sostenida por cortes que se reiteran: rítmicos, violentos, sincopados.

Las musas inquietantes, de Chirico (1918)
Si algún exigente quisiera pedirle ahora a Martí, no más acción, sino más audacia en las imágenes, mayor creatividad, el poema número XLV de la colección le daría la respuesta. “Sueño con claustros de mármol”; como indica su título, es una composición onírica y, por tanto, de estirpe surrealista. El poeta pasea entre las estatuas de los héroes, y de esa ensoñación surge un fragmento tan cinematográfico —no solo por lo que dice sino por cómo lo dice— que parece escrito para que lo filmara Luis Buñuel en una escenografía de Giorgio de Chirico:

Están en fila: paseo
Entre las filas: las manos
De piedra les beso: abren
Los ojos de piedra: mueven
Los labios de piedra: tiemblan
Las barbas de piedra: empuñan
La espada de piedra: lloran…

¿Se quiere mayor apoteosis de la sensibilidad? No en balde decía Fina García Marruz que «la verdadera modernidad de Martí está en los Versos sencillos». ¿Y no es el cine la más moderna de las artes?

Pero no solo en la poesía, con mayor razón en su prosa periodística abundan también estos relámpagos cinéticos de Martí. Pongo por caso las “Escenas norteamericanas”, escritas hacia 1884, cuyo solo título ya vale por toda una confesión de fe cinematográfica. De ellas solo quiero reseñar, muy brevemente, aquella donde el cronista, en vez de conformarse con decir, por ejemplo, que el encuentro entre los jugadores de foot-ball fue “reñido” o “brutal”, se lanza a describirlo, en toda su violencia, como lo hubiera hecho un equipo de cineastas para un noticiero deportivo. Estos son algunos fragmentos: “Se asen por las quijadas: se oprimen las gargantas (…) Se patean, se cocean, se desgarran (…) el infeliz capitán del Yale, caída la mandíbula (…) se arrastra por la arena hecho lodo (…) se revuelca sobre su estómago; muerde la tierra; se mesa el pecho (…) y lo recogen del suelo, con un tobillo junto a la barba.” [5]

Sin embargo, aún queda un poema por glosar cinematográficamente: aquel de la niña de Guatemala. Allí Martí domina con destreza un sutil juego de flashbacks que contiene hasta tres tiempos. Porque si se lee con detenimiento, enseguida sentimos que el poeta empieza a “contar este cuento en flor” conjugando en presente el verbo querer. Pero ya en la tercera estrofa hay dos dimensiones del tiempo enlazadas: “Ella dio al desmemoriado/ una almohadilla de olor.” [6] Hasta aquí, es un pasado profundo. Entonces añade: “Él volvió, volvió casado-./ Ella se murió de amor.” Ciertamente, éste es un pretérito más reciente. Y en la siguiente estrofa vuelve al presente, al entierro de la niña de Guatemala. Más adelante, Martí retoma el pasado inmediato cuatro versos después, cuando dice: “Era su frente ¡la frente/ que más he amado en mi vida!”, vuelve a referirse a un pasado relativamente remoto, pues parece aludir a su primer encuentro con la amada. Así, en este canto elegiaco, el poeta, recurriendo a la reminiscencia en la memoria, rompe los planos del tiempo —como Proust— y se remonta, no solo a un pasado, sino más allá, a un pasado del pasado.

Pero donde yo creo ver más nexos entre el cine y la vasta obra martiana, no es ya en sus versos, ni en sus crónicas, sino en aquella prosa veloz, inusitada y feliz, que parece pespunteada por la urgencia de los combates. Me refiero —¿quién no lo adivina?— a su Diario de campaña, que fue la literatura más deslumbrante que salió de su pluma: tal vez porque las asechanzas de la muerte le afilaron el estilo, quizá por la alegría del retorno a la patria. Fue lo último que nos dejó escrito. Y ya ese Diario rompe con una línea que es todo un montaje. ¡Y qué montaje!: “Lola, jolongo, llorando en el balcón. Nos embarcamos.” [7] Podrían encontrarse otras muchas miradas cinematográficas en las anotaciones de campaña del Maestro, pero ninguna mejor que esta primera línea. Hay que oír con los ojos lo que dicen esas palabras apresuradas: “Lola, jolongo, llorando en el balcón. Nos embarcamos.” El punto de vista de la cámara (que es el poeta) toma un plano de la mujer llamada Lola y, rápidamente, por corte, estamos viendo ese “jolongo”, ese morral o mochila que simboliza el viaje que Martí va a realizar, pues ese día parte desde Cabo Haitiano a la guerra de Cuba que él ha organizado. Pero inmediatamente la “cámara” vuelve a la mujer que (solo ahora nos enteramos) está “llorando en el balcón”. Enseguida, con un punto y seguido que parece un claquetazo, nos traslada a otra escena en la que se resuelve la anécdota con el “nos embarcamos”.

Lo sorprendente de estas primeras palabras del Diario de Martí —que tan cinematográficas se me antojan— es que el discurso “lógico” ha sido abruptamente interrumpido por ese “jolongo” que nos coloca, sin esperarlo, ante otro plano tomado desde otro punto de vista. Aquí Martí volvió a rozar la génesis del método composicional empleado en el tiroteo en la escalinata de Odessa. “A cada paso —escribía Eisenstein refiriéndose a las escenas del cochecito y de los leo­nes en Potemkin— a cada paso —dijo— hay un salto de una dimensión a otra, de una cualidad a otra…” [8]. Eso mismo hace Martí al comenzar sus apuntes de campaña: salta de la dimensión de Lola a la del “jolongo”, que lo representa a él, y que, por eso, uno lo imagina colgando a la espalda del que pronto va a emprender un viaje sin retorno. Y de allí, nuevamente salta a donde está la mujer, llorando en un balcón, mientras lo despide. En esa frase, Martí pasa de observador a observado para enseguida volver a observar. Primero vemos a la mujer (a través de los ojos de Martí) y luego, por un instante que dura lo que dura pronunciar la palabra “jolongo”, lo vemos a él (¿a través de ella o desde un narrador omnisciente?). No lo sabemos, pero de cualquier manera vemos ese bulto de viaje, o sea, a él, que enseguida vuelve a sorprenderla a ella, en un gran plano general: “llorando”. ¿Llorando? Ya sabemos por qué llora. Lo sabemos gracias al montaje. Se nos hace claro merced a la imagen del “jolongo” intercalada. Se logró, pues, el cambio cualitativo que sugería Eisenstein en su artículo sobre Potemkin.

Si es verdad, como se ha dicho, que la cámara es el ojo de la historia, entonces aquí Martí se nos aparece como el gran ojo que todo lo ve, porque es capaz de verse a sí mismo, como en la dialéctica de aquel proverbio de Antonio Machado que dice: “El ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas;/ es ojo porque te ve.”

El espejo falso, de Magritte
Martí, que fue fundador de tantas cosas nuestras, también anticipó, entre nosotros, la eclosión de un nuevo arte (arte de ojos, para los ojos, desde el buñuelesco ojo cortado por una navaja hasta aquel otro ojo ensangrentado detrás de los gafas rotas de la vieja, filmado por Eisenstein). Martí intuyó, prefiguró, presintió y fundó lo que el teórico Béla Balázs acabaría por definir como “una alta civilización óptica”. [9] ¿Que cómo lo hizo? Esa capacidad tan suya de captar la dinámica del mundo en su espectro de música, luz, color, movimiento y formas, le venía de un viejo afán de pintor no cristalizado. Martí logró aproximarse a un modo de ver que luego el cine desarrollaría hasta límites insospechados, sumando orgánicamente a su verbo una permanente mirada de pintor y un finísimo oído para la música. El verbo le permitió narrar, de la plástica tomó el contorno y la fuerza de las imágenes, y la música le dio el “tempo”. De esta fórmula trinitaria tenía que resultar, por fuerza, algo parecido al cine. Tal vez la clave de ese proceso de formación de su espíritu se halle en estas palabras suyas: “Siente uno, luego de escribir, orgullo de escultor y de pintor”. [10]
 
NOTAS

[1] Ver su noticia publicada en Nueva York, en mayo de 1884, titulada “Una fotografía en un revólver”. Obras completas, t. 28. La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1973, p. 280.
[2] Son demasiado conocidos estos versos. No obstante, consúltese en los Versos sencillos el poema número X titulado “El alma trémula y sola”.
[3] Ver “La bailarina española” en Poesía, de Rainer María Rilke, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1979, p. 130. También puede consultarse la Antología poética, de Rainer María Rilke, Madrid, Espasa-Calpe, Col. Austral, 1963, p. 74. La fecha de redacción del poema oscila entre 1907 y 1908 cuando el poeta visitó las ciudades de Córdoba y Toledo, en España.
[4] También en los Versos sencillos, con el número XXVII.
[5] José Martí: Obras completas, t. 10. La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1963, p. 133.
[6] José Martí: Ed. cit., 1963, t. 16, p. 78.
[7] José Martí: Ed. cit, 1963, T. 19. p. 215.
[8] Serguei Eisenstein: Eisenstein. La Habana. Ediciones ICAIC, 1967, p. 457. (El subrayado es mio. MP)
[9] Béla Balázs: La estética del filme. La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1980, p. 19.
[10] José Martí: Ensayos sobre arte y literatura. La Habana, Instituto Cubano del Libro, Col. Arte y Sociedad, 1972, p. 123.

(*) Publicado en Cubaencuentro el 26 de Octubre 2011.
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